jueves, 22 de julio de 2010

No me llames amor


Parece que hay que quemar las cartas de amor, romper las fotos y meterlas en cajas junto a otros recuerdos: entradas de cine, flores secas y algunos regalos. Esconderlos bien debajo de la cama o en algún armario y olvidarlos, por favor, a riesgo de morirse de amor o de languidecer en algún diván, con los cabellos dorados cayendo en cascada y el vestido de tafetán rosa empapado de lágrimas.

Así es la vida de despiadada que tenemos que olvidar el amor que dimos y nos dieron, o la felicidad de los días de sol, de las cálidas risas, de las olas rompiendo y al cielo mirando, y cuánta alegría que sentiámos que explotaba de luces nuestro pecho y nos queríamos aquí y allá, en todos los muebles, rocas, asientos traseros, ríos y montañas y éramos tanto y lo demás tan poco y podríamos haber muerto entonces que habríamos sido eternos, fijos y eternos tú y yo en ese momento.

Pero lector que me lees, tú ya sabes que el secreto de la felicidad está en olvidar bien las cosas, en no echar de menos ni dar importancia. Y si piensas en todo lo que has perdido no estarás en condiciones de buscar y te cazarán la presa, se te escapará el momento, fugit irreparabile tempus y llegarás a viejo dentro de un rato .

Cada vez me cuesta más entender la vida, ¿de verdad funciona así? ¿hay que matar el pasado? ¿no es éste un mundo razonable y ordenado con su efecto mariposa y sus ciclos de la naturaleza? ¿por qué no se va a ir poniendo todo en orden, poco a poco, cada cosa en su sitio y al final todo sale bien y uno piensa 'si lo hubiera sabido, que todo se iba a arreglar' y las cosas pasan solas y uno entiede que todo tenía su motivo? Y yo tengo tanto amor que podría dar amor al tercer mundo, a mujeres separadas, a niños huérfanos y a señores que vuelven del trabajo con traje gris y sueños rotos, pintados de fracaso.

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